El caso
es que para disfrutar de auroras, tienen que converger varias circunstancias:
1) que esté despejado el cielo, cosa no tan habitual en el sur de Islandia, la
zona más lluviosa del país; 2) que haya actividad solar abundante, a ser
posible unos días antes para que la noche de observación lleguen partículas
solares cargadas abundantes, que son atrapadas por el campo magnético
terrestre, aceleradas a lo largo de las líneas de campo hacia los polos
magnéticos, y que al entrar en la atmósfera a gran velocidad chocan con las
moléculas de oxígeno y nitrógeno, haciendo que pasen a estados de energía
superior y que emitan luz al volver al estado de menor energía. Bien, pues el
17 de Marzo de 2015 tuvimos una enorme suerte y ambos factores se cumplieron con
creces; hubo una tormenta solar unos días antes y se prevían auroras intensas,
como nos confirmaron los componentes de una expedición española que nos
encontramos en Geysir, los de Shelios. El Dr Miquel Serra, a quien conocí en el
Observatorio del Teide que dirige, en Starmus 2014, nos avisó de que esa noche
iba a ser buena. Vaya que sí. A poco de la puesta de sol, cuando todavía el
cielo estaba bastante azul, alguien entró en el restaurante donde cenábamos, al
pie de la catarata Skògafoss, gritando "¡Auroras!". El restaurante se
vació en un minuto y nadie cenó más. Allí estabas las cortinas de luz verde,
agitándose y enroscándose, por todo el cielo azul, sobre los picos nevados
cercanos al volcán Eyfjallalajökul…
Tras las primeras fotos de urgencia, como la que muestro arriba, fuimos al hotel, donde ya preparamos toda la parafernalia fotográfica. Las auroras, al oscurecer el cielo, se hicieron más evidentes en tamaño y color, e incluso pude percibir a ojo color violeta/rojo en alguna.
Mi cámara Canon 40D, al estar modificada sin filtro IR, captaba esa parte del espectro con mucha intensidad. Todos los que estábamos allí disparábamos sin pausa. De hecho, tuve que hacer un esfuerzo por parar un rato y simplemente mirar, absorber el espectáculo con los ojos y la mente.
Era una noche excepcional y la sensación era grandiosa: un espectáculo celeste que incluso en estos tiempos de Hollywood y efectos especiales hasta en las charlas de colegio, nos sobrecoge y dan ganas de aplaudir. El cielo incendiado en verde, gris y rojo, danzando sobre los volcanes y picos nevados, reflejándose en el rio, explotando en el cénit y bajando en ondulantes cortinas que crecen, se rompen en columnas verdes, vibran y de nuevo ondulan y desaparecen. En un momento dado, todo el cielo pulsaba en verde, en borbotones de luz, latidos del Sol y la Tierra. Detrás, sorprendentemente visibles, las constelaciones, con Orión rozando el horizonte y a veces, como un bergantín alcanzado por una ráfaga de artillería, parecía arder de aurora e inclinarse para luego hundirse tras la cumbre nevada.
Dos
días después tuvimos ocasión de disfrutar de otro emocionante espectáculo: un
eclipse de sol al 99% de ocultación: ese 1% hace mucha diferencia, es cierto,
pero el progreso del eclipse, el oscurecimiento del día, los cambios de
temperatura, las aves, eran como los de un total.
Y por lo que sea, estas cosas
nos tocan hondo, y lloramos y nos abrazamos después, quizá nos sentimos
abrumados por la grandeza del Universo. Por un momento auroras y eclipses nos
hacen encontrar nuestro lugar, humilde y privilegiado, como pequeños seres que
observan y quieren comprender.
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